Montaña sanadora

¿Playa o montaña? -me dice Martín en su español de acento holandés.

¡Montaaaña, obvio! -le respondo y agrego: es que la playa en temporada alta no me llama, me cansa, está llena de gente, no le encuentro ni un brillo. -Y luego debo traducirle esta última expresión chilena que, en versión de mi hermana, es otra: zapatito de gamuza = ni un brillo.

Partimos, entonces, a San Alfonso, al Cajón del Maipo, y Martin queda impresionado con que la montaña esté tan cerca de la ciudad… y yo ledigo que sí, que es un mega regalo y que como es tan común para nosotros los santiaguinos, como siempre ha estado, no valoramos del todo la oportunidad de pasar poco más de una hora en auto o en bus y llegar a otro espacio tan distinto, con verde, silencio, altura, roca, río, montañas…

Después de almorzar pastel de choclo y un chacarero respectivamente, en la terraza verde y fresca de una hostería partimos más allá de San Alfonso, acompañados del mate y unas galletas… Cuando se termina el pavimento avanzamos por un sinuoso camino de tierra y yo estoy feliz porque no conozco esta parte y me encanta la aventura, lo nuevo, pero también porque de verdad la montaña me emociona, me impresiona su fuerza, los colores, la presencia… Algunas partes me recuerdan a Uspallata, aunque acá, supongo que por la influencia del mar y de otras cosas, los cerros tienen otros colores, muy bellos también…

En un cruce de caminos Martín elige ir por uno que se llama «Queltehues» y me pregunta si me parece, yo le digo a todas sus decisiones que sí: todo es nuevo, todo es bello y nada es ni será casualidad pues, además, él ha decidido usar su intuición y yo confío en esa chica….

Igual, ambos queremos sentarnos al lado del río a tomar mate.  Vamos avanzando por el camino estrecho pero el río parece muy lejos, muy abajo, se ve lindo e impresionante su fuerza en las rocas, pero difícil de llegar. En silencio le digo a los chicos alados (Miguel y Gabriel) si, por fa, nos llevan a un lugar donde podamos estar en el río sentados en alguna roca… En el camino paramos a tomar fotos, sentir el viento y el sol, miramos un par de veces el río muy abajo…

Pasan los minutos, las curvas, los cerros… El río sigue muy distante, pero de pronto el camino comienza a bajar y presiento que lo lograremos (vía ayuda celestial, obvio)… Y al poco rato ahí estamos: casi a  la altura del río, avanzando en el auto, felices, a punto de alcanzar nuestro deseo… Hasta que llegamos a una gran curva donde el río se deja ver y sentir… Bajamos del auto y caminamos entre piedras hasta encontrar el lugar perfecto: sol, río, los pies en el agua, la espalda en una roca caliente, el sonido sanador del agua y la energía poderosa de las montañas rodeando todo… En resumen, felicidad pura, así de simple…

Y en medio del viento, la conversación, el silencio, el agua helada y la merienda con mate, mientras el sol comienza a bajar, recuerdo la sabia voz de la líder maya y Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, que en una visita a Santiago en la primavera de 2009 decía que ellos, los mayas, cuando están enfermos o cansados suben algún cerro porque tiene

energía de poder, porque centra, y en caso de no tenerlo cerca se sientan frente al altar que tienen en cada casa con flores junto a velas de distintos colores… Y que también escuchan caer agua, pues esto sana el cuerpo y el espíritu… Parece tan simple, tan básico, pero es profundamente verdadero y efectivo…

La Naturaleza lo tiene y lo puede todo… Como ahora, en que al terminar esta nota levanto la vista desde mi balcón y el sol me regala un cálido y bellísimo atardecer que conmueve, mientras Santiago despide el día con mágico silencio, brisa y luz de verano… Y yo ya me preparo para regresar, esta vez por una semana, con un dulce grupo a la poderosa montaña…