Esa noche, sola en el 5° piso, me desperté pasadas las 3.30 de la madrugada con lo que parecía un temblor más en Chile. Ese movimiento que da un poco de susto, pero que está en el ADN e inconsciente colectivo chileno.
Cuando dejó de ser un simple movimiento, me levanté agachada y me afirmé como pude de un mueble, mientras todo el edificio se agitaba, el ruido causaba horror y, al mismo tiempo, yo rezaba a todas las figuras sagradas que recordé y pedía que terminara, recuerdo haber repetido en voz alta: “Por favor, Dios, que termine”… Pasados más de dos minutos la Tierra cesó de rugir.
Enseguida recibí la llamada de mi hermana que estaba en el sur de Chile. Luego mis padres y nos comunicamos con algunas amigas, una de ellas había caminado unas 12 cuadras a oscuras por Santiago hasta la casa de su abuela que, como ella, vive sola. Llamé a mi tía anciana que también vive sola y camina poco. Estaba asustada como todos, pero bien y a oscuras, pues no podía moverse para buscar una vela.
Abrí la puerta. Se escuchaba el ruido de vecinos bajando por las escalas, dejé abierto, quizá para que supieran que había alguien ahí. Luego abrí las cortinas: el cielo verde muy oscuro, la luna llena pero no radiante y una capa de polvo que se levantó sobre edificios y el cerro San Cristóbal. Santiago completamente a oscuras, con gritos, llantos, sirenas de distintos vehículos de emergencia, gente caminando con desesperación, autos que apenas circulaban …Se me cayeron las lágrimas… Comencé a pedir, a pedir por todos los seres que podrían estar sufriendo, a pedir que el daño se detuviera, que todos los seres pudieran estar protegidos. Que el miedo se aplacara; comencé a mandar amor desde mi balcón…
Sé que en medio de todo me vestí, junté agua, desenchufé todos los aparatos y reparé en que increíblemente nada se había caído ni quebrado. Mis padres volvieron a llamar pues escuchaban la radio del auto y se confirmaba: Terremoto en Chile, grado 8,3 en Santiago.
Encendí un par de velas, una en mi altar en la sala, y frente a figuras sagradas de oriente y occidente comencé a mandar amor, paz, protección, calma para todos los seres. También agradecí. Venían réplicas del terremoto, pero sabía que serían más suaves, ya no me levantaba. Después de casi dos horas del terremoto bajé al primer piso. Ahí había luz de generadores de emergencia y decenas de vecinos en pijama asustados intentando llamar por celulares, una familia entera en silencio y cabizbajos, algunos perros con sus amos, gente que venía a buscar a otros. El edificio comenzaba a vaciarse, mientras el conserje corría a resolver cada detalle, una señora ofrecía pan a los que quisieran, una chica pegaba un letrero para encontrar a su gato enfermo que había desaparecido y un abuelo recolectaba a sus nietos mientras cargaba a una bella bebé en brazos. Fue bueno bajar, sentí eso que a veces olvidamos: somos todos iguales, nuestro corazón y sus latidos son los mismos. Conversé un poco y subí, a seguir meditando-rezando para esto que estábamos viviendo.
Cerca de las 7 de la mañana volví a la cama y me desperté por otra llamada familiar. Había vuelto la electricidad y encendí la TV. Ver imágenes y noticieros en plena madrugada de sábado fue la certeza: Terremoto en Chile grado 8.8 en las ciudades del Sur. Con la cabeza aturdida, el cuerpo apretado, el corazón roto y los ojos vidriosos miraba las imágenes: Qué dolor. Y todavía no vería todo. Aún no llegaban imágenes del tsunami en las costas, eso sería aún más estremecedor.
Pasadas las 10 de la mañana, por fin conseguí comunicarme con una amiga española que vive en Santiago en un piso 9 y que me tenía preocupada. Ella estaba en shock, se había paralizado frente a este movimiento telúrico completamente desconocido por ella y al lograr comunicarse por primera vez con alguien rompió a llorar a borbotones por el teléfono, mientras yo emocionada trataba de contenerla. Cuando colgamos envié un mail a su familia y amigas que estaban expectantes pues ya se sabía la noticia en Europa pero no tenían comunicación.
Volví a llamar a mi tía. Contestó un vecino y me dijo: “la señora Carmen está bien, la llevamos a otro departamento porque le estamos ordenando todo lo que se cayó; no se preocupe”, le agradecí y se me volvieron a humedecer los ojos, esta vez por la belleza del alma humana.
El día continuaría en casa de mis padres, lento, silencioso, aturdido, acompañado, sin apetito, con llamadas de amigos y familia, bellos mensajes de Uruguay, España, Argentina, Brasil, Alemania, México, Colombia, Inglaterra, Francia; y seguirían horas dolorosas, conmovedoras, preocupantes, compasivas. Pero curiosamente me sentía muy viva, no de vitalidad, sino por dentro, conectada, consciente, presente.
En la tarde, por primera vez reparé en que mi madre también tenía un altar en su cuarto, el de ella es católico: algunas Vírgenes, una imagen de Jesús, la Biblia, una vela, unos santos y una foto de mi abuela a la que no conocí. Tomé la Biblia y pedí un mensaje para entender este momento de Chile y la humanidad; cerré los ojos y abrí una página con la mano izquierda, mi dedo índice se posó en el capítulo 4 del Libro de Las Lamentaciones. El profético mensaje era nada menos que un poema de dolor por la destrucción de Jerusalén (Sion) a.c. (la explicación está aquí y pueden leer el texto bíblico acá) y me confirmó parte del sentido que veo y palpo de este desastre.
La estrella de Chile
Sí, nosotros, el país modelo de Sudamérica, ese al que todos elogian, ese que no vive la crisis internacional porque su manejo macroeconómico es inteligente y precavido, ese del cual muchos extranjeros me dijeron últimamente “Santiago parece primer mundo”; ese que tenía como agotadora, fantasiosa y cruel meta social el éxito y la estabilidad; ese que se había vuelto tan frívolo e insustancial sobre todo a nivel mediático; ese país con ciudades más bien plásticas que buscan parecerse a Miami en vez de rescatar nuestra
identidad mestiza; ese país con ciudades segmentadas donde nos clasificamos y desconfiamos según el sector donde vivimos y cómo nos vestimos o hablamos; ese para el cual el nuevo Presidente prometía majaderamente hacerlo crecer al 6 % y “terminar con la delincuencia”, como si fuesen los únicos temas relevantes para una nación y su gente; ese que comenzaba a celebrar su Bicentenario y lo abría con un Festival Internacional de Viña del Mar que no casualmente culminaba justo el 27 de febrero –que, por lo tanto, quedó trunco- y que como nunca en los últimos años se evaluaba francamente aburrido y mediocre, pues era un hecho que no había figuras actuales ni relevantes. Ese país limpio y ordenado, lleno de camionetas 4×4 y autos último modelo; con habitantes colmados de tecnología y cuyo ícono del avance social era el televisor plasma, la BlackBerry o el departamento propio encumbrado en edificios modernos; ese en el cual yo apenas ubicaba de vista a un par de vecinos de mi piso… Ese país envidiado, admirado e imitado…
Sí, este país, Chile, también es FRÁGIL, también puede sufrir y mucho. No somos intocables. Los desastres no sólo afectan a países pobres u orientales. No, este país estrella –como cualquier otro que descansa en su aparente actual buena fortuna- también puede ser quebrantado por el dolor y de forma aleccionadora.
Y –por supuesto que con todo mi respeto y honor a la víctimas más afectadas- enhorabuena.
Siento que somos afortunados de ser elegidos por la naturaleza, por el Universo y su energía sagrada.
Tenemos la enorme oportunidad DE NO SER LOS MISMOS después de este terremoto. Qué bien. Nuestro pecho se estremeció y puede estar trizado aún, pero también se ABRIÓ.
Nuestra CONCIENCIA se sacudió. Nuestra humildad brilló, puede seguir haciéndolo y nos insta a recordar y aceptar que no manejamos el destino a voluntad y que la ansiada estabilidad no existe. Nuestros MIEDOS afloraron y nuestro agradecimiento se asoma con fuerza.
Qué alegría, podemos ser más sensibles, tenemos el inigualable regalo de estar más conectados con nuestras almas y con nuestra vulnerabilidad. Ahora –confío y es la idea- todos podemos estar más conscientes de lo realmente importante: El AMOR. Pero el amor verdadero. No esa emoción hollywoodense, ni el sentimiento dramático ni el dependiente, no ese que andamos buscando afuera, sino LA BONDAD DEL CORAZÓN.
Lo único que no se derrumbará nunca con ninguna tragedia es esa LUZ, esa energía poderosa que llevamos dentro y que es necesario sentirla, contagiarla, esparcirla, ofrecerla y recibirla HOY, no mañana.
GRACIAS, qué dolor tan sanador.